"El arquitecto que dibujaba
ángeles"
A
principios de la década de los noventa, el poeta David Shapiro, uno de los
personajes clave de la lírica norteamericana contemporánea, entrevistó a su
amigo John Hejduk para una película documental que se estaba rodando sobre la
obra del arquitecto. La conversación repasa la cartografía conceptual de Hejduk
y ahonda en su misteriosa e irrepetible manera de concebir la práctica
arquitectónica.
¿Por qué
dibuja ángeles un arquitecto?
Porque ha
leído a Rilke. Hace dos o tres años leí los poemas de Rilke traducidos al
inglés por Edward Snow, un joven escritor de Texas. Creo que es de lo más
hermoso que se ha escrito jamás en inglés. Y Rilke, claro, está lleno de
ángeles. En algún sitio leí que alguien pensaba que Rilke era un ángel perdido
en la Tierra. Estoy de acuerdo. Siempre estaba yendo de un lugar a otro, vivía
en una casa y enseguida se mudaba, siempre con mujeres. Nunca estaba callado,
hablaba constantemente de ángeles… Creo que era uno de ellos.
Fairfield
Porter dijo una vez que «la enseñanza es un gran pecado». A ti te encanta dar
clase y llevas muchos años haciéndolo en Cooper Union. ¿Cómo enseñas
arquitectura?
Esa frase
me parece estupenda porque en ocasiones dar clase es un gran pecado. Me
refiero a que los pecados a veces son placenteros. No puede haber placer en el
mundo sin que haya pecado.
Entonces,
¿cómo enseñas arquitectura?
Por
ósmosis. Nunca dibujo para los alumnos ni dibujo encima de su trabajo y nunca
les digo lo que tienen que hacer. Más bien trato de sacarlos de sí
mismos. En otras palabras, sacar lo que llevan en su interior y, simplemente,
tocar cierto punto clave que les ayude a desarrollar su idea. Estoy en contra
de ese género de enseñanza didáctica en la que a uno le dicen exactamente lo
que tiene que hacer todo el tiempo. Está bien para los más jóvenes, quizás el
primer año. Pero más adelante, al final del quinto año, tienen ya veintitantos,
y yo siempre digo que Darwin hizo su primer viaje, que duró cinco años, a los
veintidós, el capitán del Beagle tenía veinticinco. Así que hay que tener
presente que esa época de la vida es, me parece, uno de los grandes períodos
creativos. Puede que después haya otros, pero ése es uno de ellos, y debe ser
tratado con sumo cuidado.
A menudo
se habla de dos épocas en tu trabajo arquitectónico, un período más
convencional y otro en el que te habrías convertido en una suerte de
«arquitecto de la fantasía».
No estoy
de acuerdo. En primer lugar, odio la palabra «fantasía», es el beso de la
muerte. Cuando alguien coloca la etiqueta «fantasía» en tu trabajo, sabes que
están intentando abaratarla. No tiene sentido tratar de dividir mi obra. No ha
habido dos partes, constituye un único proceso metodológico, pedagógico y
orgánico que ha producido la misma persona a lo largo de cuarenta años. Y es
acumulativa. Lo que me llevo conmigo, me lo llevo. Lo que ya no necesito, lo
abandono. Los proyectos diamante, el proyecto de Texas, son tan misteriosos
como la obra reciente. No hay escisión.
La
relación del cuerpo con la arquitectura juega un papel importante en toda esa
trayectoria.
Hace unos
años compré un torso en la librería Barnes and Noble. La verdad es que siempre
había querido tener uno. Aquél había sido manufacturado en Alemania Occidental
y se componía de 160 piezas numeradas junto con un esquema para su ensamblaje.
Lo coloqué sobre la mesa de mi despacho. Estaba harto de que la gente entrara y
se pusiera a hablar… Ya sabes, no hablan contigo, sino a ti. Pensé que el torso
podía ser de ayuda en ese sentido, así que cuando alguien entraba sacaba todas las
piezas y las ponía sobre la mesa. La gente preguntaba «¿qué es eso?», «un
torso», «¡ah!». Y, ¿sabes qué pasaba? Pues que no hablaban tanto rato. Estaban
mucho más callados y se iban de mi despacho antes. Después de algún tiempo,
armé todas las piezas. Bueno, todas menos una, que fui incapaz de encajar por
más que miraba el esquema. Así que la dejé sobre la mesa. Después cogí el torso
y lo puse detrás de la silla en la que la gente se sentaba. Cuando alguien
entraba se quedaba más callado que nunca. No veían el torso, pero sabían que
estaba ahí. Pasaron unos ocho meses y no logré descubrir dónde iba la pieza,
que seguía sobre la mesa. Entonces di una conferencia en el Guggenheim sobre
las víctimas y las cámaras de tortura de la Gestapo en Berlín. Fue realmente
agotadora. A la mañana siguiente me llevaron al hospital, con una grave
enfermedad que me hizo pasar mucho tiempo en el hospital. Mi amigo Raimund
Abraham, que da clases en Cooper Union, me llamó y me dijo: «John, he sacado el
torso de tu despacho». Le pregunté: «¿Por qué lo has hecho?» Me dijo: «La pieza
que tienes sobre la mesa y que no pudiste volver a encajar en el torso era la
parte infectada que te ha hecho enfermar». Era una situación extraña y profunda
que me hizo pensar. Había hecho dos cosas que eran una locura. Soy profesor,
pero lo que había hecho al colocar el torso en el despacho era suprimir de
algún modo el lenguaje, lo que es completamente incongruente. Después le
pregunté a mi cirujano: «¿Cuánto hace que esta infección se estaba incubando?»
Me contestó que ocho meses, que fue precisamente cuando coloqué el torso en el
despacho. Tuvo un efecto, un efecto arquitectónico sobre el modo en que uno
mira las cosas.
En los
últimos tiempos has planteado que la arquitectura está, en muchos sentidos, en
un estado de enfermedad.
Sí, en un
estado morboso. Estoy escribiendo un artículo para una revista italiana
titulado «Patología de la arquitectura». Enumero los síntomas de nuestro tiempo
relacionados con la naturaleza de la enfermedad de la disciplina.
Yo he
calificado tu trabajo de «arquitectura quirúrgica».
Lo sé, me
parece apropiado.
¿Qué
consideras criticable de la arquitectura que te rodea?
Dos
cosas. No hay vida en ella y, por lo tanto, no hay posibilidad de que muera, lo
que es horrible. Estoy leyendo un libro de Bataille sobre el erotismo y la
muerte y la sensualidad. Es un libro increíble. Se necesitan las dos
condiciones para comprender cada una de ellas.
Estás
construyendo cinco edificios en Berlín. Allí has tenido oportunidades que
Estados Unidos no te ha ofrecido.
Bueno,
soy tan estadounidense como la goma de mascar. Soy de Nueva York, del Bronx y
todo eso. Pero, al igual que le ha ocurrido a mucha gente de mi generación, el
estímulo intelectual de mi vida ha venido de Europa a través de la literatura y
la pintura. Mi generación nació, podría decirse con propiedad, demasiado tarde.
Hay muchos arquitectos que van por ahí creyéndose auténticos maestros. No lo
son. Los auténticos maestros, como Le Corbusier y Mies, aparecieron una o dos
generaciones antes.
Una vez
me dijiste que los dibujos de Mies eran una resurrección.
Me
encanta la arquitectura de Mies que, obviamente, es una de las dos figuras
principales de la arquitectura de nuestro tiempo. He tenido dos experiencias
arquitectónicas que me han marcado. La primera fue de pequeño, en los templos
de Paestum. Cuando vi el capitel, la columna y el dintel… fue una experiencia
religiosa. La segunda fue cuando llegué a Berlín y vi por la noche el voladizo
del Museo Nacional de Mies. De noche, el aire de Berlín tiene algo especial, es
azul oscuro. La ciudad está rodeada de agua y se forma una atmósfera cristalina
que hace que el edificio de acero negro tenga un aspecto impresionante. Me
disgusta mucho el edificio de Stirling que pusieron detrás del de Mies, un
edificio rosa y azul en una ciudad monocroma, como es Berlín. La arquitectura,
por cierto, es monocroma, básicamente negra y blanca.
John
Lindsey Shapiro describe la arquitectura como un arte frágil que habla otra vez
de lo que nos rodea. ¿Cómo definirías tú la arquitectura?
Creo que
lo único diferente que el arquitecto puede ofrecer a nuestra sociedad es la
creación de un espíritu, me refiero a algún tipo de aura: algo eterno en un
sentido que, extrañamente, se ha perdido. La arquitectura también tiene que ver
con el sonido, pero no con el sonido pragmático sino con un sonido
sobrenatural, un sonido del alma. Cuando entras en un edificio, este te regala
la longitud de onda de su sonido. Es algo que caracteriza la mejor arquitectura
de todos los tiempos. Si vas al Centro Carpenter de Le Corbusier en Boston
percibes que estás en un edificio lleno de esa suerte de aura sonora. Uno puede
ser un buen constructor, hay gente que hace buenos edificios hoy en día, pero
la tarea del arquitecto consiste en capturar esa atmósfera. Una vez escuché una
conferencia de un cirujano que decía que cuando corta un cuerpo es capaz de
decir dónde se encuentra espacialmente por el sonido del corte. La
arquitectura es espacial no sólo porque en ella sea central el problema
pragmático de la disposición de los espacios. Es la co-correspondencia de algo,
es espacio, que básicamente es aire, traducido a tu espacio interior, que
también es aire. Tiene que ver con situaciones extrañas relativas a la fluidez.
Por ejemplo, en Oslo, cuando se levanta la niebla por la noche, prácticamente
puedes cortar un cubo de aire con un cuchillo. Es increíble. El arquitecto
tiene que abordar ese tipo de cosas. La vivienda y el planeamiento van y
vienen. Distintos tipos de edificio nacen, pero también desaparecen. Hoy es el
momento de buscar planes no determinados, aún en ciernes, relativos a las
cuestiones de nuestro tiempo. Esto es, más o menos, lo que la arquitectura
significa para mí.
Eres un
arquitecto que ha escrito poesía. ¿Cómo has usado la poesía en tu trabajo?
Es una
pregunta difícil. No establezco separación alguna. Un poema es un poema, un
edificio es un edificio, la arquitectura es la arquitectura, la música es...
todo es estructura. Uso la poesía como lenguaje. Hoy los arquitectos son
orgánicamente responsables de que su lenguaje discurra en paralelo a la
estructura. Ese es el nuevo desafío de la arquitectura. No puedo hacer un
edificio sin construir un nuevo repertorio de personajes, de historias, de
lenguajes… No se trata de construir per se, sino de construir mundos.
Con
frecuencia empiezas por una suerte de ciudad. Puede ser una ciudad real, como
Riga, y también parece tu propia Riga, tu propia Vladivostok. Precisas las
cosas hasta los detalles más pequeños. Se ha dicho que, después de Iñigo Jones,
eres el arquitecto más interesado en la mascarada teatral.
Iñigo
Jones no sólo estaba interesado en la producción de la mascarada, sino también
en lo que está detrás. Le interesaba todo el aspecto mecánico de la
escenografía: cómo se producían los rayos de sol, las cataratas, el fuego...
Para los arquitectos de aquella época, el encargo de hacer una escenografía
podía ser lo más destacado de su vida. No sólo les permitía dominar un
edificio, sino que además podían jugar con una gran multiplicidad de
materiales. Un pintor o un escultor pueden ser puristas, un arquitecto no, sólo
trabajamos con aproximaciones, siempre se puede cambiar algo en arquitectura.
¿Cómo se
aplica esa idea a tu trabajo?
Bueno,
tiene que ver con una forma diferente de practicar la arquitectura. Lo que he
hecho durante los últimos quince años ha sido elaborar un repertorio de unas
400 piezas o personajes que ahora se están construyendo en diferentes lugares
del mundo. Así que básicamente no hay un cliente. La gente llega y dice:
«Queremos construir esto en Berlín, en este vestíbulo grande», y construimos
dos estructuras: la «Casa del músico» y la «Casa del pintor». Después vienen de
Atlanta y dicen: «Queremos construir la ‘Casa del suicida’ y la ‘Casa de la
madre del suicida’». De manera que hay un momento en que una comunidad se
decide a construir algo, lo dibujan, lo detallan… Son parte del proceso
creativo que se convierte en una especie de celebración extraña del arte de
construir, de los aspectos sociales y políticos de la arquitectura, que
últimamente parecen haber desaparecido. Bergman tenía una red de personajes e
historias que siempre estaban en sus maravillosas películas. Yo tengo una red
similar en arquitectura. Simplemente espero, y cuando alguien quiere algo digo
«está bien, usemos esta pieza», y la construyen. Hay todo un ritual. Creo en lo
sagrado y creo en los rituales.
En
nuestra época, muchas críticas menores atañen al contexto. Si esas obras se
construyen, ¿se construyen sin contexto? ¿Cómo te enfrentas a los críticos que
las califican de excesivamente nómadas?
Son
nómadas porque estamos en una época nómada. La verdad es que me parece una
crítica absurda. Recuerdo que Peter Eisenman fue a Berlín y vio aquellas dos
obras de quince metros que había colocado en aquel gran vestíbulo. Estábamos
hablando sobre el aura de algo así y Peter me dice que no son arquitectura
porque no se puede entrar en ellas. Lo miré y le dije: «Tú no puedes
entrar en ellas». No lo comprendía. Y la realidad es que, lo creas o no, he construido
catorce estructuras en los últimos dos años. Son muchas obras. Pero el silencio
que las ha cubierto...
Formaban
parte de tu reflexión sobre el Holocausto y las víctimas. Se trata, en cierto
sentido, de ceremonias para los ciudadanos de Berlín.
Para
todos nosotros, no sólo para Berlín. Están pasando cosas en el mundo hoy en día
que también son terribles.
Así que
hay un aspecto político en tu trabajo, aunque los críticos no lo vean.
Totalmente.
Hay que interrogar a los arquitectos no sólo acerca de los aspectos estéticos
de su obra, sino también de sus dimensiones sociales y políticas. En eso
consiste la arquitectura, en manejar toda clase de cosas heterogéneas. No creo
que nadie sepa cómo se ensambla un edificio entero. ¡Es un milagro! Cuando un
arquitecto te dice «Oh, sí, lo sé todo de mi edificio», tienes que desconfiar
un poco de él.
¿Cómo se
debería afrontar el problema de los «sin techo»?
Es una
vergüenza que esta ciudad [Nueva York] no haya provisto de una vivienda
adecuada a su gente. ¿Sabes lo que hicieron en Berlín? Alojaron a sus
ciudadanos. En diez años proveyeron de viviendas a todo el mundo. Eso tiene que
hacerse aquí. De un modo profundo, no banal. Todas las fuerzas han de
concentrarse en esa dirección. No soy demasiado optimista al respecto, pero
para que la ciudad recupere su alma debe afrontarse este problema.
A mucha
gente le asusta la arquitectura del siglo XX a causa de su dimensión utópica y
autoritaria. Le Corbusier llegó a dedicar una obra a la autoridad. ¿Cuál es tu
posición respecto a la utopía?
No me
interesan las utopías. Me interesan los lugares. Esa es la respuesta a tu
pregunta. Siempre desconfío de las utopías. Hay que tener cuidado con los
utópicos. Cuando aparece uno, lo mejor es agarrar tus pertenencias y echar a
correr en dirección contraria.
¿Y qué
opinas de Le Corbusier?
Es uno de
los arquitectos más desconocidos. Hay ángulos de su obra que aún tienen que ser
analizados, que aún no han salido a la luz. Creo que ha hecho las casas más
misteriosas y hermosas del siglo XX. Sus viviendas tienen que ver con la
religión, con lo sobrenatural.
En los
últimos años muchos críticos han afirmado que la arquitectura está enzarzada en
una lucha entre «historicismo» y «purismo». ¿Cómo te enfrentas a ese problema?
No es un
problema que me interese. Todos miran hacia atrás, es todo lo que hacen. No
asumen ningún riesgo y eso es un pecado. Al mirar atrás todos se vuelven
estatuas de caramelo, ni siquiera de sal. Así se pierde el azar de la
posibilidad, el elemento de duda y el riesgo del fracaso, todo eso que hacía
avanzar a Le Corbusier.
Ven la
historia como una cómoda enciclopedia...
Me
encanta la historia, por supuesto. Pero tiene poco que ofrecer cuando se trata
de abrirte camino a través de una especie de jungla. Puede que te enseñe a
afilar el cuchillo, pero nada más. Nunca sabes si te vas a encontrar un león,
un rinoceronte u otra cosa, otro tipo de animal, uno que nunca has visto.
Fuiste
uno de «Los Cinco de Nueva York».
Odio esa
expresión.
¿Qué
piensas de ese grupo, al mirar atrás?
Todos
ellos son viejos amigos, cuatro de ellos han sido profesores en Cooper Union.
Te voy a contar una historia. Hace muchos años, Eisenman nos dijo: «Hagamos un
libro juntos». Todos respondimos: «Claro, hagamos un libro juntos», y le
preguntamos –cuando haces algo con Eisenman, tienes que hacerlo–, «¿Cuánto va a
costar?». Él respondió: «Um… bueno, 200 dólares cada uno». Tres años después,
el libro salió a la luz. No voy a detallar lo que pasó pero, al final, por toda
clase de motivos extraños, cada arquitecto tuvo que pagar 3.000 dólares en
minutas de abogado. Una locura. En cualquier caso, lo interesante es dónde
estamos cada uno de nosotros ahora, quince años después. Me encantaría saber lo
que cada uno piensa realmente sobre su propio trabajo en este momento.
Si la
denominada «postmodernidad» ha acabado, ¿qué puede venir ahora?, ¿la
deconstrucción?
Peter
Eisenman está haciendo un esfuerzo en ese sentido. Ha llegado a una especie de
acuerdo con Philip Johnson para organizar algo en torno a la «deconstrucción»
en el MoMA [Hejduk se refiere a una muestra organizada en 1988 titulada Deconstructivist
Architecture que presentó proyectos arquitectónicos de, entre otros, Frank
Gehry, Zaha Hadid, Rem Koolhaas y el propio Eisenman]. Se trata de un proyecto
de legitimación de un término literario para convertirlo en un manifiesto
arquitectónico que establezca un programa para los próximos diez o quince años.
A mí la propia palabra «deconstrucción» me llena la boca de bilis porque, en
tanto arquitecto, soy un constructor. Así que esa exposición nos va a hacer
sufrir.
¿Crees
que es una especie de espectáculo corrompido por la moda?
Sí, forma
parte de un plan para acaparar el mercado durante los próximos quince años.
Tiene que ver con el marketing.
El propio
Derrida te considera uno de los grandes moralistas de Estados Unidos. Una
posible definición de la arquitectura apunta a sus contradicciones intrínsecas
y tu trabajo, de hecho, saca a la luz esas turbulencias. Se te podría colocar
con facilidad en...
¿Dentro
de esa exposición? ¿Dentro de ese contexto?
Te
querían en ella.
Sí, es
cierto. Imagino que para dar cierta legitimidad a ciertas cosas y también para
ponerme en una menestra. Yo trabajo con carne, o sea, con caldo puro, limpio.
Quiero
hablar ahora de otro elemento, que resulta obvio para algunos artistas después
de Venturi, que es la relación con el arte pop. Tengo la impresión de que parte
de tu arquitectura constituye una queja contra el capricho y lo meramente
populista...
Así es,
buena observación. En realidad, no me molesta la obra de Venturi. Creo que es
original, sus dos casitas en Cape Cod son maravillosas. Así que, en su caso,
hay que hacer una distinción. Pero el arte pop es el azote de nuestra época.
Hace poco vi un reportaje en televisión sobre Andy Warhol. Su casa estaba
repleta de muebles Luis XV junto a los que había unas huchas que se están
vendiendo a 25.000 dólares. Esa casa estaba llena de baratijas, o como quieras
llamarlas. Todo se iguala, la hucha y Luis XV. Hay algo ahí que está mal,
radicalmente mal. Es cínico. Había poca esperanza en aquella casa. Era una casa
desesperanzada.
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